Entrevista para CTXT a Lucía González-Mendiondo por la publicación de «El género y los sexos. Repensar la lucha feminista», a cargo de Esther Peñas.

¿No es no? ¿Hasta qué punto? ¿Es pernicioso que el feminismo llegue a las instituciones, que se institucionalice la lucha feminista? ¿Son todas las corrientes feministas caminos transitables para el cambio real? ¿Lo políticamente correcto en el feminismo lo ha esclerotizado hasta el punto de ser ineficaz? ¿Por qué incomoda tanto a tantos la palabra género? ¿Cuánto de pírrico encierra la pelea por el lenguaje? ¿Por qué hemos adoptado como patrio el discurso norteamericano del Me too, tan puritano y justiciero, en vez de alinearnos con el discurso francés, no sólo más próximo sino más inteligente? Lucía González-Mendiondo (Madrid, 1979), sexóloga y psicóloga, y profesora en la Universidad de Zaragoza encara en su libro El género y los sexos. Repensar la lucha feminista (Ediciones El Salmón) estas cuestiones con respuestas que dinamitan los cánones, el buenismo y lo políticamente correcto. Por eso saben a gloria bendita.

Comencemos con una pregunta que quizás pueda parecer una provocación pero no lo es en absoluto. ¿Necesitamos de ellos en esta lucha o es un combate contra ellos?

¿Provocación? En absoluto… la lucha es contra el Patriarcado, en el caso de nuestra sociedad, un Patriarcado Capitalista y Blanco, como lo define Haraway. Efigenio Amezúa, a quien a día de hoy podemos considerar principal precursor de la teoría sexológica en el Estado español y a quien admiro y respeto profundamente, sintetiza esta cuestión en una gran frase: “La lucha por una habitación propia [aludiendo a Virginia Wolff] no puede suponer la destrucción de la casa común compartida”. No es que necesitemos de ellos, es que la lucha contra el Patriarcado es cosa de todos y nos beneficia a todos. Los sexos compartimos el mundo y eso que llamamos patriarcado es la civilización, construida entre hombres y mujeres y sostenida por ambos, así que en su transformación ambos somos responsables.

Asegura en su ensayo que el feminismo, cuando se institucionaliza, pierde parte de su poder transformador. Pero, ¿es posible conseguir cambios radicales sin introducirlos desde las instituciones que nos gobiernan? Kristeva habla de alojar la alteridad allí donde se quiera operar un cambio…

Es el eterno debate entre el dentro y el fuera… el sistema deglute y reinventa cualquier lucha, cualquier idea transformadora, y la ajusta a sus propios intereses. La verdad es que creo que el único cambio radical posible es aquel que acabara con las instituciones que nos gobiernan tal y como las conocemos. Pero, como ese cambio no va a darse, o no a corto plazo, tendremos que conformarnos con las migajas y los pequeños cambios que consigamos que nos den. En ese sentido, la estrategia del feminismo de género de introducirse en las instituciones y adquirir cierto poder fue y es útil, ¡menos mal que poco a poco van cambiando muchas cosas! El problema no es tanto el introducirse en las instituciones sino el tipo de cambios por los que se pelea y el usar estrategias a mi juicio erróneas como son el punitivismo y el asistencialismo. Al final se individualizan problemas sociales, estructurales. Empoderamiento, autonomía y libertad… al institucionalizarse cierto feminismo parece haber perdido de vista sus objetivos.

¿Qué tiene de práctico y de lastre profesionalizar el feminismo?

La verdad, no le veo nada de práctico. Creo que la perspectiva feminista de género debería ser parte de la formación de cualquier profesional que trabaje en “lo social”, desde maestros a terapeutas, abogados, médicos, hasta la policía… Cualquiera que trabaje con personas debería tener clara la visión de género, pero integrada en muchos otros saberes y, sobre todo, entendiendo que el género es un discurso sobre cómo se sostiene el poder en nuestras sociedades, no sobre lo que somos hombres y mujeres. El problema de profesionalizar el feminismo de género es que se mira con lentes púrpuras cualquier cuestión, se interpreta como dominación toda interacción entre los sexos desde un relato sesgado de la realidad social. El género es un discurso político, no una realidad “científica”, una herramienta útil para interpretar y resolver muchas cuestiones, pero no todas.

Al profesionalizar este feminismo, el discurso se convierte en el único marco de interpretación posible de los hechos a los que esos profesionales atenderán. Y las relaciones humanas son tan complejas que, en muchos casos, esa interpretación no dará los resultados esperados, generando consecuencias indeseables y que, además, no serán reconocidas por quienes, en definitiva, viven de ello.

Una encuesta publicada el año pasado por CTXT, decía que el 58,6% de las mujeres españolas se siente feminista. ¿Cómo es posible que queden fuera de esa ideología, de ese modo de estar en el mundo, tantísimas mujeres? ¿Acaso porque evitan las etiquetas y simplemente actúan?

Y, ¿cuál es el modo feminista de estar en el mundo? Conozco a muchas mujeres que hoy no se reconocerían como feministas pero que hacen mucho más en su día a día por la igualdad entre los sexos, la autonomía y la libertad de las mujeres que algunas “feministas de salón”. Creo que el problema está en que el feminismo hegemónico de género se ha adueñado del término. Y a muchas mujeres nos cuesta identificarnos con sus premisas y con las consecuencias que estamos viendo. Además, de tan políticamente correcto que se ha vuelto, hoy es casi transgresor declararse no-feminista. Cualquiera que discrepe con el Estado, ya sea hacia la derecha o hacia la izquierda, evitará que se le identifique con ese feminismo. Por otra parte, pensando en las jóvenes, el mensaje enlatado que les está llegando es que las feministas son feminazis; por el principio de acción-reacción, muchas evitarán que se las considere parte de eso.

¿Es posible un entendimiento entre las partidarias de la Diferencia y las llamadas feministas de la Igualdad?

Hay un punto en el que ambas perspectivas convergen. De hecho, fue el punto de unión en los años 80 y 90, que es la cuestión de la violencia contra las mujeres. La idea de que vivimos en la cultura de la violación y la redefinición en términos de agresión de las relaciones eróticas. Al ligar la sexualidad a la violencia y concebir ésta como el elemento a través del que se mantienen las desigualdades entre los sexos y al mismo tiempo se ve reforzada por la desigualdad de poder, ambos discursos se solapan y apoyan, siendo este discurso, propio del feminismo cultural y antipornográfico (herederas del llamado feminismo de la diferencia) el que, sumado al género (propio del feminismo de la igualdad), trascenderá los límites del movimiento feminista y se asimilará en el seno de las instituciones democráticas.

Por otra parte, existen muchas feministas que no se consideran de la igualdad o de la diferencia. De hecho, hay quienes señalan otra corriente a la que han bautizado como feminismo de la equidad, entre las que destacan autoras como Élisabeth Badinter o Sylviane Agacinski, que pretenden aunar planteamientos procedentes del feminismo de la diferencia con los procedentes del feminismo de la igualdad y aportar nuevas propuestas desde otra óptica menos reduccionista y más flexible y abierta, fuera de dualismos tales como naturaleza-cultura y más sensible a las diferencias étnicas, sociales y económicas, creando y dando sentido a nuevas formas de percibir y conceptualizar la realidad.

En una de sus últimas apariciones pública, Paul B. Preciado, que se muestra en contra del sistema de cuotas, afirmó que, puestos a ‘jugar’ a ese sistema, sería interesante que la proporción de dichas cuotas fuera cero-cien. Es decir, que las mujeres coparan la totalidad de los puestos directivos, ejecutivos, etc., durante un periodo de tiempo. ¿Qué le parece la reflexión?

Me parece una provocación de las que caracterizan a Preciado, una exageración que busca crear polémica y, por lo tanto, debate… que la gente piense. Y se agradece que nos hagan pensar. Desde luego, sería curioso de ver. Tampoco soy partidaria del sistema de cuotas. Creo que el hecho de ser hombre o ser mujer no nos hace más cualificados para ocupar ciertos puestos, y me parece otro síntoma del victimismo que caracteriza al feminismo institucional. Existe o ha existido mucho tiempo un techo de cristal para las mujeres, pero por suerte, aquí y ahora, las mujeres que quieran pueden “hacer carrera” y medirse con los hombres. Eso supone, a unas y a otros, renunciar a muchas cosas y asumir las reglas del juego del mercado. Quien quiera, que lo haga.

La división sexual del trabajo y la separación entre espacios público y privado, no sólo hace o hacía (si es que ya podemos empezar a referirnos a ella como algo del pasado) a las mujeres dependientes económica y socialmente de los hombres, sino que también los convierte a ellos en sujetos dependientes de las mujeres en un plano mucho más valioso como es el plano afectivo, emocional e íntimo. Quiero decir que, si muchas mujeres no aceptan ese juego, quizá las causas no sean sólo el machismo… Muchas mujeres vivimos el cuidado en positivo y no como un deber o una carga, es la incompatibilidad entre el sostenimiento de la vida (el cuidado, la maternidad, las cosas cotidianas) y el desarrollo profesional lo que genera malestar. Que se queden el poder quienes lo quieran, sean hombres o mujeres. Me temo que, mientras el cuidado no se ponga en el centro, mientras primen los intereses del mercado, pocas mujeres querrán acceder a esos cargos de poder y dudo que la solución sea el sistema de cuotas.

Da la sensación de que, a veces, el feminismo coloca su campo de batalla no sé si tanto en un lugar equivocado como con una intensidad errónea. Pienso en la batalla del lenguaje. Bien, hasta cierto punto, se ha ganado, pero las empresas de IBEX 35 –disculpe el ejemplo– que asumen el lenguaje inclusivo, y de un modo impecable, siguen apuntalando un modelo patriarcal. Quiero decir que a veces da la sensación de que las conquistas son pírricas…

Ya… siempre que sale el tema del lenguaje me acuerdo de un profesor en un curso de monitores de tiempo libre que hice hace mil años, que hablaba en femenino, algo muy innovador en los 90, pero que soltó varias perlas como “yo ayudo a mi pareja con las tareas del hogar”. Claro que es importante reflexionar sobre el lenguaje que utilizamos y sacar de lo cotidiano algunas expresiones. Pero hay cosas como el uso genérico del “o” o de palabras como “juez” que no entiendo por qué hay que tachar de machistas. Más allá del lenguaje, ahora que estas cuestiones son políticamente correctas, lo importante parece ser aparentar ser igualitarios: con el lenguaje, mostrando a hombres cambiando pañales en los anuncios, etc. No serlo realmente.

Pienso en un detalle que muestra lo profundamente arraigado que está el patriarcado en nuestra sociedad: por muy comprometidas que estén las parejas, por muy feministas y de izquierdas que sean, cuando van en el mismo coche, ¿quién conduce? Él. Y me lleva a pensar que, a pesar de lo mucho –y en poco tiempo– que se ha avanzado, hay cuestiones cuya modificación requerirán décadas.

Creo que entiendo a lo que te refieres, pero discrepo en el ejemplo del coche. Que suelan ser ellos los que conduzcan, ¿es machista? Para mí, machista es que las mujeres no puedan conducir, no puedan estudiar o trabajar, como sigue ocurriendo en muchos países. Pero, una vez que ambos llevan el carné en la cartera, que conduzca quien quiera y quien más lo disfrute o mejor lo haga… Y si hay más hombres que conducen cuando van los dos, o sigue habiendo más ingenieros varones o más maestras, lo mismo no es sólo por una cuestión de machismo.

El Patriarcado no está arraigado en nuestra cultura. Lo que llamamos Patriarcado es la Civilización, y sí… transformar siglos de historia puede llevarnos muchísimas décadas. Por eso deberíamos empezar a priorizar y distinguir entre la diferencia (enriquecedora) y la desigualdad. Si cualquier diferencia se interpreta como desigualdad no creo que podamos acabar con todas, porque somos sexuados y, por lo tanto, diferentes.

El movimiento de Me too, ¿no apareja un cierto puritanismo? ¿Por qué hemos decidido, desde España, mirar más a Estados Unidos que al feminismo francés, mucho más –me parece– rico en matices y propuestas?

El Me Too no apareja cierto puritanismo, sino que es el máximo exponente del puritanismo que caracteriza a cierto feminismo americano. Con esa idea de fondo de que vivimos en la cultura de la violación, tildan como agresión cualquier encuentro inoportuno, cualquier intento torpe de ligar, insinuaciones fuera de lugar… criminaliza la erótica. No nos hace más libres, sino que infantiliza a las mujeres y constriñe la libertad sexual. No sé por qué en el Estado español se mira siempre hacia Estados Unidos… en este asunto y en casi todos. Lo que sí tengo claro es que el feminismo francés es mucho más inteligente, rico en matices, como apuntas. Quizá es demasiado complicado para reducirlo a una consigna y colgarlo en Instagram, que es como se mueven ahora las ideas.

Sé que esta es una cuestión delicada, pero en las relaciones afectivas, no siempre un no es un no. ¿No resulta terrible que tratamos de normativizar algo que escapa por completo a toda rigidez, tan lleno de matices y tan lábil como son las relaciones humanas?

Sí, es terrible. Un NO es un no. Pero, ¿qué pasa con los depende? ¿Qué pasa con los “noes” susurrados?, ¿con los “sí, pero así no”? Esto es, ¿qué pasa con el juego de la seducción y con nuestras propias contradicciones? Era importante dejar claro que NO significa NO, eso no lo dudo y, por desgracia, para muchos parece no estar aún muy claro. Pero el deseo no entiende de normas y tratar de regularlo solo beneficia a los enemigos de la libertad sexual.

¿Por qué espanta a tantos la palabra género?

No sé si entiendo la pregunta. A mí no me espanta la palabra género, a mí me parece que el género como concepto se está utilizando mal, al final se usa como sinónimo de sexos, cayendo en el dualismo que pretendía evitar. El género hace alusión a la construcción cultural de la desigualdad entre los sexos, y así es como debería utilizarse. Al hablar de géneros en plural y sustituyendo a los sexos, lo que estamos haciendo es considerar culturales todas las diferencias al tiempo que las redefinimos como desigualdades. Y creo que esto nos hace un flaco favor. El término sexos es mucho más amplio, tiene mucha más episteme a sus espaldas y nos da un retrato más fidedigno de la realidad.

La sentencia de ‘la Manada’, ¿qué cambió para la mujer en nuestro país?

Ufff… no lo sé. Si cambió realmente algo, creo que lo veremos dentro de unos años. Lo que sí tengo claro es el miedo que me dan las reformas de propuesta del Código Penal cuando se inician a partir de lo que los expertos llaman un “caso índice”. Esto es, un caso impactante, mediatizado, que revolvió a la población desde lo emocional y que generó la presión social suficiente para que se modificara la condena. ‘La Manada’, las manadas que existen, han existido y, lamentablemente, seguirán existiendo, son la excepción. No podemos actuar contra las agresiones sexuales tomando este tipo de sucesos como modelo.

¿Cuánto le debe al marxismo el feminismo de hoy en día?

La teoría de género es una teoría desarrollada en el seno del feminismo marxista. Así que le debe su marco teórico y gran parte de sus estrategias políticas. Aunque luego se fueran desarrollando críticas y matizando cuestiones, el género es una teoría marxista.

De los distintos feminismos que analiza en su ensayo, ¿cuál le parece pernicioso –de haberlo– y por cual sienta una mayor afinidad?

Pernicioso me parece cualquier feminismo que diga hablar en nombre de todas las mujeres. En concreto, el feminismo institucional de género, punitivo, victimista e ignorante de la complejidad de las relaciones de la que tú hablabas más arriba. El feminismo cultural considero que es la corriente que más daño ha hecho al propio feminismo. Resulta tan extremista, tan provocador, que me parece interesante y muy estimulante. Aunque, obviamente, no comparto sus postulados Y el postfeminismo, en concreto la actual interpretación que el movimiento queer hace de la teoría de Butler, me da mucho miedo. Como teoría política entraña un peligro, en tanto que sobrepasan la crítica a los efectos normativos de la identidad –ya sea sexual, de género, clase o raza– y anulan el valor de dicha identidad en sí misma. Por otra parte, mis discrepancias con el queer y otras teorías postfeministas tienen un origen ético. No comparto los valores que promueven: un individualismo extremo y un planteamiento pernicioso, ya que el único marco en que puede realizarse es un universo enteramente artificial. Desconfío de cualquier emancipación o supuesta liberación que venga de la mano de la tecnología, sabiendo los costes que ésta tiene para el planeta y, por lo tanto, para el sostenimiento de la vida. Como práctica educativa, el postfeminismo se ha convertido en un cajón de sastre lleno de etiquetas, que mezcla identidad y orientación del deseo, cuando precisamente pretendía suprimirlas, y que no puede sino confundir a quienes están buscándose: niños y adolescentes. No entiendo qué tiene de liberador suprimir la identidad sexual.

Respecto a los feminismos por los que siento más afinidad… A día de hoy, visto lo visto, me cuesta reconocerme a mí misma como feminista. Creo que mi feminismo es más cercano al de las teóricas libertarias de principios del siglo XX que a cualquiera de las propuestas actuales. Pero si hay que elegir, me quedo con ese feminismo de la equidad del que hablaba más arriba. También hay quien empieza a encasillarme como representante del llamado feminismo disidente. Me hace gracia la etiqueta y al mismo tiempo me halaga que se considere que mis ideas son cercanas a las de autoras tan relevantes para mí como Paglia o Despentes. En realidad, creo que esto de las corrientes teóricas es otro gran impedimento para el feminismo real, el que se articula en la calle y parte de experiencias y luchas cotidianas. Al final, al feminismo que más cercana me siento es al de mis vecinas y mis compañeras.