Vota: no seas negacionista
El 23 de julio son las elecciones al parlamento español. Frente a la amenaza de un gobierno del PP con el apoyo de la ultraderecha de Vox, la izquierda ha hecho un llamamiento a la responsabilidad para acudir masivamente a las urnas. Y tú, votante con dudas o abstencionista activo, ¿qué harás el domingo? ¿No serás también un negacionista de la democracia?
Desde que Pedro Sánchez decidió adelantar las elecciones generales, en los medios progresistas han sido mucho los artículos de opinión alentando a votar a partidos de izquierda para evitar un gobierno con la ultraderecha. En las últimas semanas hemos visto cómo estos llamamientos se multiplicaban[1], subiendo notablemente el tono y la beligerancia.
Se apela al sentido del deber y de la responsabilidad. Se dice que hay que ir a votar en masa, y a la izquierda, pese a que muchos se vean incapaces de votar con entusiasmo ni ilusión: aunque sea un voto triste, hay que ir a las urnas. Votar es un imperativo, aunque votes con la nariz tapada, aunque votes a lo menos malo. Estamos en una situación de emergencia democrática. No votar no es una opción. No votar sería indecente. No votar sería de locos. No votar es de egoístas. No votar es un privilegio, o el privilegio vivido como rebeldía. No votar es cosa de hombres blancos, cis y heteros. No votar es no tener empatía con migrantes privados del derecho a voto. No votar es no solidarizarse con homosexuales y personas trans. No votar te convierte en colaboracionista del fascismo.
Todas estas son frases extraídas de artículos y comentarios vertidos en internet. El argumentario común cabría sintetizarlo así: 1) El gobierno PSOE-Podemos ha sido decepcionante, ha cometido muchos errores, pero es la opción menos mala; 2) Si no votas a la izquierda, tendremos un gobierno de PP y Vox, llegará el fascismo; 3) De modo que si no votas a la izquierda, serás corresponsable de todas las medidas liberticidas y autoritarias que aprueben Feijóo y Abascal.
Ediciones El Salmón es una editorial que nunca ha escondido su afinidad con las ideas anarquistas. Pero tampoco somos amigos de ninguna ortodoxia. En alguna ocasión hemos hecho pública nuestra postura abstencionista: fue en diciembre de 2015 —los comicios nacionales en que se estrenaba Podemos— y en junio de 2016[2].
Pero no nos creemos en posesión de la verdad absoluta, ni nos sentimos ajenos a una y mil contradicciones e incoherencias. Y, de hecho, hubo elecciones en que algunos de los salmones sí votamos —con la resignación y el asco que dicen sentir quienes ahora nos conminan a votar—, espoleados en buena medida por este mismo miedo a la ultraderecha. Era primavera de 2019, y coincidió con la visita de uno de nuestros autores, un veterano anarquista estadounidense que dijo entender que algunos de nosotros hubiéramos votado: es más, nos explicó que unos años antes él también lo había hecho, haciendo incluso campaña puerta a puerta en su vecindario, pidiendo el voto para el Partido Demócrata en aras de frenar a Trump: es decir, un anarquista haciendo campaña por Hillary Clinton.
Fruto de esas conversaciones y ese encuentro, Juanma Agulles, por aquel entonces editor en El Salmón, publicó en Hincapié un artículo sobre la participación electoral: «El voto del miedo», cuyas agudísimas reflexiones cobran más vigencia si cabe en la actualidad:
Lo peor del voto del miedo no es el miedo —que puede tener sus razones, fundadas o no—, sino el voto mismo. La idea subyacente de que una representación mejor, o menos mala, supondrá algún grado de mejora, o de freno en la degradación, de la situación social contemporánea. […] Las democracias parlamentarias […] se organizaron, precisamente, para eliminar cualquier tipo de democracia directa […]; para dar una pátina de participación igualitaria al proceso de brutal explotación y desposesión que el mundo de la producción y el consumo industrial viene desarrollando desde hace más de dos siglos[3].
Se trata de una tesis ciertamente radical, y sin duda minoritaria. Y, sin embargo, aun en el caso de que se quisiera buscar una «marca electoral» mínimamente afín, con unos planteamientos transformadores, ¿dónde elegir? Es aquí donde entra en juego la baza del «mal menor». Pero, ¿hasta dónde podría llevarnos la lógica de «votar lo menos malo»? Creemos no exagerar si decimos que los resultados de esta política del mal menor han sido desastrosos. No han sido pocas las ocasiones en que se ha invocado este argumento: desde Felipe González a Zapatero, y en este momento el tándem Pedro Sánchez-Yolanda Díaz. El votante «de izquierdas» no puede sino darse de bruces ante unos programas electorales terriblemente edulcorados y moderados[4] (casi se siente nostalgia por los llamamientos de Iglesias en 2014-15 a «tomar el cielo por asalto»), y ante una campaña electoral de una pobreza intelectual pasmosa, caracterizada por lo que Juan Irigoyen ha definido con mucho tino como «videopolítica[5]»; a lo que hay que sumar un personalismo atroz; una estructura de partido oscura y jerárquica que ni siquiera pretende, como en su día sí hizo Podemos, guardar unas apariencias democráticas de horizontalidad; y una nula voluntad de realizar autocrítica por los cuatro años de gobierno de izquierdas.
Desde 2019, el gobierno-más-progresista-de-la-historia ha mostrado una tibieza escandalosa ante cuestiones elementales como el acceso a la vivienda o el aumento del coste de la vida; no ha tenido voluntad alguna de derogar leyes represivas como la Ley Mordaza o de frenar los desahucios, que se siguen contando en miles cada año; sus políticas migratorias no se han distinguido en nada de las desplegadas por gobiernos de derechas; se ha subido a lomos de un belicismo proatlántico tan irracional y peligroso como el imperialismo ruso.
Y es imposible no mencionar en estas líneas la aciaga gestión de la crisis sanitaria desde marzo de 2020. Es cierto que en esto se diferenciaron muy poco de la casi totalidad de gobiernos del mundo, pero cabe señalar que un sector de la izquierda denunció el autoritarismo, delirio e irracionalidad de esas políticas, mientras la mayoría progresista silenciaba, censuraba y acorralaba las críticas: cuestionar los confinamientos, las mascarillas, las vacunas, etc., le convertían a uno automáticamente en conspiracionista, magufo o negacionista.
Esta dimisión de la capacidad crítica conecta poderosamente con todos esos llamamientos a votar a la izquierda: son una muestra de la superioridad moral tan extendida en el ámbito progresista[6]. Resulta cutre y miserable ver el eje sobre el que se ha articulado el chantaje blandido por la izquierda ante quienes han decidido no votar: que donen su voto a residentes no regularizados[7].
Algunas voces que disienten de este catecismo electoral han señalado una omisión de estas proclamas: la enorme brecha entre los partidos de izquierda y las clases más empobrecidas[8]. Y es aquí donde vemos nosotros el quid de la cuestión social. Lo señalaba Alba Rico en uno de los artículos citados: una amiga de izquierdas que dudaba si votar, le explicaba por qué sus vecinos votan a la derecha: «quieren ser ricos y la izquierda les pide sobriedad y solidaridad; quieren divertirse y la izquierda les aburre; llegan cansados del trabajo y la izquierda les regaña, les pide un esfuerzo feminista o ecologista o antropológico».
Pasolini[9] fue de los primeros en advertir (a principios de los 70) esta mutación antropológica, fruto de la cual las clases populares perdían su cultura e identidad propias y abrazaban un horizonte vital estructurado en torno al consumo y la propiedad. Sin embargo, el alcance de esta colonización de los cuerpos y las mentes ha terminado siendo prácticamente total: casi todos nosotros vivimos absorbidos por la vida-mercado.
Lo señalaba hace muy poco Amador Fernández-Savater: «El mercado, en su alianza […] con la tecnología, aparece hoy como la principal fuerza de configuración de experiencia. Nos movemos en Uber, viajamos con Airbnb, ligamos en Tinder, nos proveemos de alimentos en Mercadona, nos informamos gracias a Google, buscamos entretenimiento en Netflix. Y cada uno de nosotros reproduce el mercado simplemente viviendo[10]».
Es aquí donde las contradicciones se cierran sobre nosotros como una trampa. En mayor o menor medida, todos somos cómplices y partícipes de este modo de vida, del capitalismo que decimos rechazar y pretendemos combatir. Para nosotros no se trata de establecer una clasificación de pureza y coherencia político-intelectual, sino de evidenciar que, como el resto de ámbitos de nuestra existencia, el voto forma parte de una maquinaria de guerra contra la vida, contra la aspiración a crear una sociedad que aspire a ser libre e igualitaria.
El 23 de julio los salmones nos vamos a abstener. Es la opción que mejor se corresponde con nuestra perspectiva política. Haciendo pública nuestra postura, no buscamos instar a nadie a que deje de votar: que cada cual obre según le dicte su conciencia. Ahora bien, desearíamos que la izquierda deje de mirar por encima del hombro, con desdén y superioridad moral, a quienes deciden, decidimos, no votar. Les pedimos, en definitiva, que dejen de sermonearnos.
La campaña provoto recurre constantemente a la responsabilidad, la solidaridad, la empatía, la decencia. Consideramos esto muy grave, porque el reverso de su mensaje no es otro que el siguiente: quien no vota es irresponsable, insolidario, indecente (amén de colaboracionista, privilegiado, heteroblancocis). De ahí falta poco para dar otro paso: están a un tris de llamarnos negacionistas —de la democracia, de los derechos humanos, o lo que se tercie—, teniendo en cuenta cómo el uso de ese adjetivo se extiende cada vez más como recurso para definir a todo aquel que disienta, parcial o totalmente, de las narrativas predominantes en el campo progresista; cerrando así el círculo en forma de soga dibujado en torno a la herejía y la heterodoxia.
Ediciones El Salmón,
Julio de 2023
[1] Aquí unos ejemplos, pero sin duda habrá muchos más: «¿Por qué no voy a votar?», en Público, y «Votar contra el odio», en El País, ambos de Santiago Alba Rico, Público; «Abstenerse no es una opción, votar en blanco menos», Xabi Lombardero, El Salto; «Carta a un abstencionista», Sara Plaza Casares, El Salto; «A estos los va a votar su madre… y nosotros» y «Todas a votar, y a votar por Sumar (allí donde sea útil)», editoriales de Ctxt; «La rebeldía del privilegio», Teresa Villaverde, Píkara. En Twitter hay menos espacio aún para las medias tintas; un solo ejemplo: «no caben medias tintas ni tibiezas: o estás enfrente del fascismo o eres un colaboracionista», Ana Murillo, librera en MaryRead.
[2] «El criminal es el elector», 6 de diciembre de 2015; «¿Este es vuestro voto?», 25 de junio de 2016. En el primero de los casos, lo hicimos desde un desdén que ahora no repetiríamos, si bien es cierto que pretendía ser un contrapeso al fanatismo que poseía a los militantes y votantes de Podemos; nuestra intención no era otra que señalar que ese partido, sus líderes y su programa se encontraban lejos, extraordinariamente lejos, de los horizontes políticos que nosotros anhelábamos y defendíamos con nuestras publicaciones, algo que quedaba patente en la segunda publicación, donde recogíamos las palabras de un mitin de Iglesias: «Somos el partido de la patria, la ley, el orden y las instituciones».
[3] Reproducimos a continuación la cita in extenso: «Lo peor del voto del miedo no es el miedo —que puede tener sus razones, fundadas o no—, sino el voto mismo. La idea subyacente de que una representación mejor, o menos mala, supondrá algún grado de mejora, o de freno en la degradación, de la situación social contemporánea. La aceptación del argumento implícito que señala que las democracias parlamentarias del capitalismo son democracias incompletas, y que una participación distanciada, táctica, no es más que la utilización de un medio imperfecto para un fin legítimo.
»[…] Las democracias parlamentarias, sustentadas en el sufragio universal y la elección de representantes políticos, se organizaron, precisamente, para eliminar cualquier tipo de democracia directa, no para ir conquistándola «voto a voto»; para dar una pátina de participación igualitaria al proceso de brutal explotación y desposesión que el mundo de la producción y el consumo industrial viene desarrollando desde hace más de dos siglos. […]
»El lema de «no nos representan» olvidaba a menudo señalar que la representación política surgida de la farsa electoral sí representa algo: la aceptación mayoritaria del proceso de explotación y dominación creciente que el mundo industrial necesita para seguir reproduciéndose, y que muy pocos están dispuestos a cuestionar hasta sus últimas consecuencias. En muchos casos, para algunos tan sólo se trataba de encontrar una representación mejor o […] de modificar los métodos de elección de los representantes para que sean más equitativos, sin llegar a plantear que la representación política no es en ningún caso la solución sino parte del problema.
»No se trata, por tanto, de encontrar la marca electoral que mejor represente nuestros intereses en un momento dado —por parciales y tácticos que estos sean—, sino de hacer visible, mediante la práctica social, que la vida es algo más que la lógica del interés, y que quienes digan lo contrario son los enemigos más directos de la libertad, aun cuando hablen en su nombre, y precisamente por ello».
[4] Véase esta crítica somera, desde una perspectiva izquierdista clásica, publicada en el medio Poder Popular: «Las debilidades de la izquierda en tiempos de cólera», Manuel Garí.
[5] Militante y dirigente comunista durante la transición, después profesor universitario de Sociología, ya jubilado. Véanse sus numerosos artículos a este respecto en su estupendo blog «Tránsitos intrusos».
[6] Algo que no ha pasado desapercibido en algunos militantes, como Emmanuel Rodríguez: «Recordaré esta campaña electoral como la que ha conseguido movilizar el aspecto más imbécil de la izquierda. Chantajitos, apelaciones al privilegio del voto, llamadas frente a la apocalipsis y a partir de unos resultados que están cantados de antemano, el lamento… […] Esperan años de terror pero no por la llegada de la derecha sino por el increíble desarme social que nos rodea».
[7] ¿Significa que todos ellos votarían, si pudieran, a Sumar o al PSOE? ¿Ninguno a la derecha o a la extrema derecha? Los migrantes que sí poseen la nacionalidad española, ¿a quién votan? ¿Ninguno de ellos es abstencionista? Ni que decir tiene que este argumento es un mero ardid; si la situación no fuera esta, recurrirían a otra excusa y poner de nuevo en marcha el mecanismo del chantaje.
[8] «Si hay algo roto es la relación orgánica entre los sectores más empobrecidos de la sociedad, el voto y la izquierda: obviar esta realidad y centrar el asunto en el abstencionismo militante no sólo es falsear el problema, es confinar la mirada política al “rollito” activista» (Brais Fernández en su cuenta de Twitter).
[9] «La llegada de la cultura de masas, de los mass media, de la televisión, del nuevo tipo de escuela, del nuevo tipo de información y, sobre todo, de las nuevas infraestructuras, es decir, el consumismo, ha llevado a cabo una aculturación, una centralización que ningún gobierno que se declarara centralista había conseguido jamás. El consumismo, que se declara tolerante, abierto a la posibilidad de una descentralización, es, por el contrario, terriblemente centralista. Ha conseguido perpetrar ese genocidio que el capitalismo perpetró en Francia o en Inglaterra tal vez ya en tiempos de Marx, y del que hablara el propio Marx» (palabras de un coloquio de 1975, días antes de morir asesinado, recogido en nuestra edición Vulgar lengua).
[10] «La zona gris de la democracia: hacia una política de la impureza», Ctxt.