Frente a la abundante literatura apologética sobre los movimientos de los sesenta, el libro de Chiaromonte se presenta más bien como la meditación a la vez crítica y apasionada de un testigo sereno, dotado tanto de una gran cultura como de una experiencia vital imprescindible para comprender el giro dogmático de la mayor parte del pensamiento de izquierdas a través de la larga posguerra. Lo que nos muestra este libro es que su autor tenía demasiado corazón como para permanecer impasible ante la rebelión de los jóvenes y demasiada inteligencia como para no detectar sus límites y contradicciones. La insistencia en querer tratar a los jóvenes revolucionarios en un plano de total igualdad, eludiendo subirse a cualquier estrado magistral, pero no cediendo tampoco a la indulgencia de aquellos más mayores que adulando a la juventud buscaban un cierto protagonismo, hace de estos textos un saludable antídoto contra toda forma de autocomplacencia intelectual.

Mayo del 68: la meditación crítica de Nicola Chiaromonte

José Ardillo

· reseña en Al Margen del libro
La revuelta conformista. El 68 y los jóvenes (2023) ·

En su ya larga lista de autores italianos heterodoxos y disidentes, Ediciones El Salmón nos invitan hoy a descubrir los escritos que Nicola Chiaromonte dedicara a las revueltas juveniles de los años sesenta. Con un título provocador, el libro, que es una colección de textos que van desde 1965 a 1970, constituye una lectura en filigrana de un movimiento global que, desde la agitación estudiantil, pasando por el ultraizquierdismo y la acción directa, hasta el ocaso de la contracultura, va mostrando muchas caras diferentes de una misma preocupación existencial y política por parte de la juventud, esa preocupación que ya los surrealistas habían condensado en una doble consigna: cambiar la vida y transformar el mundo.

 

En la contraportada del libro se nos dice que Nicola Chiaromonte (1905-1972) fue un militante antifascista que se vio obligado a exiliarse de la Italia de Mussolini para poco después combatir en la guerra de España y pasar más tarde a Francia, donde trabó amistad con figuras como Albert Camus. Una vez más, frente al avance del nazismo, tuvo que abandonar a Francia y se refugió en Estados Unidos, donde se unió a los medios intelectuales de la izquierda antitotalitaria, colaborando con Dwight MacDonald, Hannah Arendt o Mary McCarthy.

 

Frente a la abundante literatura apologética sobre los movimientos de los sesenta, el libro de Chiaromonte se presenta más bien como la meditación a la vez crítica y apasionada de un testigo sereno, dotado tanto de una gran cultura como de una experiencia vital imprescindible para comprender el giro dogmático de la mayor parte del pensamiento de izquierdas a través de la larga posguerra. Lo que nos muestra este libro es que su autor tenía demasiado corazón como para permanecer impasible ante la rebelión de los jóvenes y demasiada inteligencia como para no detectar sus límites y contradicciones. La insistencia en querer tratar a los jóvenes revolucionarios en un plano de total igualdad, eludiendo subirse a cualquier estrado magistral, pero no cediendo tampoco a la indulgencia de aquellos más mayores que adulando a la juventud buscaban un cierto protagonismo, hace de estos textos un saludable antídoto contra toda forma de autocomplacencia intelectual.

 

En ese aspecto, tal vez algunos lectores encontrarán en exceso severos o desalentadores ciertos análisis del libro que deploran el culto a la violencia por parte de muchos revolucionarios, así como la trágica simetría entre los guardianes del orden y los grupos estudiantiles que pretendían organizar la oposición. Chiaromonte rechazaba, en efecto, que la sociedad de masas pudiera ser combatida con un movimiento de masas, y en la explosión de la revuelta veía más el síntoma de un malestar informe que la vía para un verdadero cambio. Para forzar un camino hacia la transformación radical de la sociedad, la persona, según Chiaromonte, no tendrá otra solución que emprender una ruptura profunda con los valores que sostienen esta sociedad, valores como la eficacia o la búsqueda de resultados inmediatos, que constituyen la base ideológica de la dominación. La revuelta izquierdista de los estudiantes alimentaba los mismos mitos autoritarios que la sociedad dominante que pretendía destruir, y con sus afirmaciones violentas legitimaba el acto violento como estrategia, en lugar de señalarlo como tendencia fatal a eliminar. La imaginación de los jóvenes estaría invadida pues por la ilusión de la acción política y por ello mismo no conseguiría desbordar el marco de la instrumentalidad tecnocrática. En último caso, Chiaromonte denunciaría esta desmedida invasión de lo político, sobre todo cuando la política se reduce a los términos del «¿qué hacer?», y olvida aquella necesidad primera del «¿qué pensar?», que constituye el paso previo en la defensa de la verdad.

 

La búsqueda a toda costa de lo nuevo, el vanguardismo, el efectismo, todos estos factores lastran, según Chiaromonte, la revuelta juvenil y la convierten, paradójicamente, en una expresión exaltante de la sociedad moderna. Desde luego, los jóvenes tienen razón al rebelarse contra el sinsentido de una sociedad destructiva y alienante, pero sus gestos de revuelta estarían presos en ese mismo sinsentido.

 

En el peor de los casos, la revuelta sacrificial y casi suicida de muchos militantes mostraría el desprecio a una vida absurda, un malestar incurable producido por una sociedad enferma. En el mejor de los casos, el rupturismo de vanguardia, en su aspecto más banal, sería el signo de la búsqueda desesperada de la novedad, con el vano fin de intentar conmover a una sociedad presta a engullir y vomitar todo tipo de novedades. El rechazo de la «sociedad de consumo» no haría sino reproducir soterradamente una veneración por la sociedad opulenta, y la contracultura, con su supuesto culto a la singularidad y la comunidad, no conseguiría romper los cercos de aislamiento y de satisfacción puramente individual. Revolución violenta y destructiva o abandono de la conciencia en insospechados ritos tribales… La juventud inquieta estaría pues suspendida entre dos principios igualmente aniquiladores. ¿Cómo escapar al dilema?

 

Ofrecer una pronta solución a este dilema sería justamente lo que Chiaromonte rechaza. El camino a recorrer no está diseñado de antemano y el compromiso de cada cual con la búsqueda de la verdad exige una implicación total por parte de la persona, no valen intermediarios ni facilitadores. Retirarse o marginarse de los movimientos masivos, descartar las acciones violentas o espectaculares, abandonar los catecismos teóricos, no quiere decir, para Chiaromonte, no hacer nada, sino más bien impedir que la razón política ahogue toda incertidumbre, toda duda, toda verdadera inquietud, es decir, todo lo que constituye nuestra irrenunciable condición humana. Ante la propuesta, realizada en un diálogo reproducido en el libro, de ser indiferente a la política como posible solución, Chiaromonte responde: «No, yo estoy en contra de convertir lo que es principalmente relativo, una cuestión de circunstancias, azar, oportunidad y fortuna, es decir, la acción política, en un absoluto». Es decir, no hacer de la política una nueva religión y de las personas que luchan una especie de nuevos creyentes cegados por la fe.

 

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